La sexualidad contemporánea y yo
Con el paso del tiempo descubrí que la sexualidad no es sólo un acto físico o un simple intercambio de afectos: es una forma de conocimiento, una construcción constante sobre el cuerpo propio y el de los demás. Empezaré por considerar mis vínculos amorosos con Mandarina, Dientes y Virutas, con quienes aprendí que una relación de noviazgo tiene algo llamado la chispa sexual, no es un elemento accesorio ni un lujo, es un componente vital que merece cuidarse, respetarse y, sobre todo, negociarse dentro de los acuerdos que cada pareja establece.
Muchas veces las relaciones de pareja operan bajo la lógica de la propiedad, como si el estar juntos implicara la exclusividad absoluta del cuerpo y del deseo del otro. Pero es de considerarse que en las dinámicas afectivas contemporáneas cada vez más personas empezamos a cuestionar esos esquemas. El mundo ya no me sorprende como antes, y con esto quiero decir que, he ampliado las posibilidades de lo que puede ser el amor, el deseo y la intimidad. Y uno de esos caminos es el de reconocer que el cuerpo no pertenece a nadie más que a quien lo habita.
Recientemente hablaba de esto con alguien con quien mantengo una relación sexual y con quien, además, existe una profunda comunicación. Conversábamos sobre la posibilidad de construir un vínculo amoroso en el que el sexo con otras personas no fuera una amenaza, sino una dimensión más de nuestra autonomía y nuestra confianza. Una idea que, aunque para mí es natural, para muchísimas personas es inconcebible.
Hablaré en primera persona del plural para decir que...
Quizá porque no hemos aprendido, o no nos han enseñado, a ver al cuerpo más allá de los paradigmas tradicionales. Desde este entendimiento, influenciado por las lecturas de Spinoza, comprendí que el cuerpo y el alma, aunque viven en una simultaneidad indivisible durante nuestra existencia, siguen ritmos diferentes en la experiencia vivida. La vida humana no se puede fragmentar simplemente entre el cuerpo deseante y el alma racional: somos una amalgama de afectos, pasiones y razones, donde cada parte tiene su dignidad.
Por eso pienso que hablar de promiscuidad, y más aún, vivirla, no debería estar atravesado por ninguna carga religiosa, moralizante o estigmatizadora. Así, tener múltiples parejas sexuales no es, en sí mismo, ni bueno ni malo: es una práctica que, como cualquier otra, requiere de responsabilidad, de comunicación clara, de acuerdos mutuos y de una educación sexual profunda que acompañe el crecimiento psicológico de cada individuo.
La responsabilidad sexual no nace espontáneamente: se trabaja, se reflexiona, se cultiva con los años. Así como aprendemos a cuidar nuestra salud física o emocional, también debemos aprender a cuidar nuestra salud sexual, entendiendo que los demás no nos pertenecen. Solo el cuerpo propio es territorio soberano.
El problema no es tener múltiples parejas sexuales, el problema es la falta de educación, de respeto y de acuerdos claros. Comprendido así, el problema es la mirada juiciosa que todavía se posa sobre quienes eligen vivir su sexualidad de manera libre y diversa. Ante cualquier sentimiento de rechazo o estigmatización por vivir de una forma distinta, lo más sano es alejarse de esas voces y, cuando sea posible, abrir espacios de diálogo y educación, sembrando la idea de que el cuerpo humano es ante todo un espacio de vida, de gozo y de construcción ética.
Amar, cuidar y desear no tienen por qué estar encerrados en moldes rígidos. Somos seres que construimos contratos sociales, sexuales, románticos. Y en esa construcción, la libertad, la responsabilidad y el respeto mutuo deberían ser los únicos límites verdaderos.
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