No hay de otra, ser espectador


En estos días he estado todo obsesionado escuchando Margaret de Lana del Rey, y es como estar en la orilla, en plena contemplación del amor sólido de otros. Creo que Lana canta desde la distancia de quien observa: ve a Jack Antonoff encontrar en Margaret la certeza de lo simple, el hallazgo de la calma, mientras ella misma se vuelve testigo de ese destino ajeno. Esa posición, la de quien contempla y se reconoce fuera del cuadro, me resulta profundamente familiar.

Veo a lo lejos las relaciones largas de mis amigxs en Instagram, cuidadosamente documentadas en fotos que parecen cuadros de estabilidad. Y yo permanezco sosteniendo las rachas de TikTok, porque son lo más parecido a un diálogo constante. Esa contradicción me pone en un lugar ambiguo, deseo estar con alguien, pero en el entorno en que vivo parece imposible. A veces me descubro más espectador que protagonista.

Pero esa distancia no es sólo íntima, también es transhumana. Rosi Braidotti habla del sujeto posthumano como aquel que ya no se entiende en los límites de lo individual, sino en la red de conexiones, afectos, tecnologías y discursos que lo atraviesan. En esa lógica, mis sentimientos de ausencia y de deseo no son sólo míos, sino que se configuran en medio de pantallas que me muestran el amor ajeno y algoritmos que amplifican esa distancia.

Aquí entra también el tecnodiscurso, como lo describe Katchaturov, un lenguaje que no es neutro, que organiza mis emociones y percepciones dentro del marco digital. Por ejemplo Instagram, más que mostrarme la vida de otrxs me enseña un ideal de relación que opera como espejismo, lo real y lo representado se funden, y lo que deseo se vuelve inseparable de esa construcción tecnológica.

En este cruce extraño entre lo que canta Lana, la filosofía de Braidotti y las pantallas que median mi lived experiences, me reconozco como alguien que vive la paradoja del presente, es decir, querer un vínculo humano que trascienda las redes, pero al mismo tiempo comprender que ya estoy habitando, inevitablemente, un territorio tecnopolítico de afectos, donde incluso la soledad se produce y se representa en clave digital.

Quizás por eso Margaret me gusta tanto, porque en Margaret ella me recuerda que el amor puede ser un hallazgo sencillo, pero también que no todxs lo vivimos desde el mismo lugar: algunxs lo celebran, otrxs lo contemplamos, y otrxs lo buscamos en medio de este ruido de pantallas que nos rodea.

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