Rituales domésticos y visibilidad silenciosa


Llegar a casa, cocinar, limpiar, ordenar los restos de la vida cotidiana, esos son mis rituales domésticos. No son heroicos ni poéticos, pero en ellos sostengo la forma más elemental de mi ser, un cuerpo limpio, alimentado, constante. No es poco, porque entre el colegio, la universidad, los compromisos económicos y las búsquedas libidinales que no siempre encuentran puerto, regreso a mi cuarto como quien regresa a una celda fresca donde el aire acondicionado me recuerda que sigo existiendo.
A veces pienso que mi constancia no está en los grandes gestos, por el contrario, están en estas acciones menores que me hacen reconocible a mí mismo, lavar los platos, tender una cama, preparar pastas. La bioquímica me acompaña en silencio, la glucosa que me da energía, la dopamina que me empuja a dibujar de nuevo, la serotonina que se asoma tímida cuando un amigo me escucha. En cada rutina se juegan reacciones químicas que sostienen lo que llamamos vida, y sin embargo, lo que siento es más que química, es la textura de mi propia existencia ontológica.
Pienso mucho en la fragilidad de poseer, en que lo material siempre está expuesto a la contingencia. Siento que la vida no se trata de evitar el deseo, sino de habitarlo con cuidado, de entender que lo importante no es la permanencia del objeto, sino la permanencia de la conciencia que lo desea y lo piensa. Sin embargo, en medio de todo esto, aparece la pregunta por la vejez. ¿Estoy siendo responsable con la vida que vendrá dentro de 40 años? Quizá no. Tal vez estoy más concentrado en asegurarme de que mis próximos años sean vividos con intensidad, aunque sean menos. En mi horizonte, la muerte no es un enemigo, sino mi única seguridad: vivo para morir, vivo para disfrutar y luego morir. No soy inmortal, y acaso vivir espléndidamente 40 años sea tan valioso como vivir 90 en calma.
Pero no quiero sonar nihilista, pues, me reconozco afortunado. Tengo persistencia, tengo amigxs, tengo consejos y apoyo. Tengo, incluso, la suerte de detenerme a pensar en todo esto mientras escribo, y en esa pausa descubro que mis rituales domésticos, cocinar, limpiar, cuidar lo inmanente, no son sólo gestos de supervivencia, más bien son formas de otorgarme visibilidad silenciosa. No frente al mundo, sino frente a mí mismo.
Me pregunto, entonces: ¿qué es más importante, la acumulación de años o la densidad con la que los habitamos? ¿Y cómo distinguir, en medio de la bioquímica y la rutina, aquello que de verdad me hace sentir vivo?

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