De los gestos contenidos a la soledad consciente
Hoy no escribo para hacer catarsis gratuita, ¿saben?, hoy escribo porque a veces escribir es el único modo de no traicionarme.
Llevo un tiempo sintiéndome profundamente solo, no es una sensación nueva, pero aquí, en esta ciudad donde todo parece calmo por fuera, esa sensación se hace cada vez más densa. Es como una humedad invisible que lo empapa todo, incluso cuando el sol brilla.
Tengo comodidades, un trabajo estable, una especie de rutina organizada, y sin embargo, no tengo cerca a las personas con las que realmente me gustaría compartir mi vida. En Riohacha no logro formar vínculos reales, vínculos que me hagan sentir que pertenezco. Las conversaciones que tengo parecen surgir más por necesidad que por interés genuino en quién soy. Es frustrante, porque siento que no importo por lo que soy, sino por lo que puedo dar.
A veces pienso en volver a Bucaramanga, no porque sea un paraíso, sino porque allá, al menos, había una red afectiva más honesta, gente con la que no necesitaba explicarme todo el tiempo. Aquí, en cambio, las relaciones tienen una capa de distancia que no logro atravesar. A veces me acompaña un amigo, mi homie, y eso reconforta, pero no es suficiente. Quiero una vida con vínculos afectivos auténticos, no una supervivencia afectiva basada en lo mínimo.
Paradójicamente funciono bien, me mantengo en calma, racional, sereno, y si no me he desbordado es porque conozco mi cerebro, porque comprendo los mecanismos de la dopamina, la oxitocina y la serotonina. Porque he aprendido, desde la neuroquímica, a no ceder al impulso del abismo. Porque, en cierto sentido, entiendo cómo regularme. Entonces, mi equilibrio no es suerte: es conocimiento aplicado en carne viva, es el producto de años leyendo, observando, haciendo introspección.
Pero incluso el que sabe mantenerse firme también se cansa.
Últimamente noto algo distinto en mí: mis gestos han cambiado, mi tono de voz ha subido, me he vuelto más cortante, menos amable, no porque lo quiera, sino porque aquí pareciera que uno tiene que endurecerse para no ser devorado. Aprendí que si dejo espacio a la duda, si titubeo, la gente lo interpreta como debilidad, y entonces alzo la voz, cierro el rostro, encierro la emoción, me vuelvo estratégico y me desconozco un poco.
Sigo leyendo a Epicteto en sus Disertaciones, sigo intentando vivir de acuerdo con una ética del autocuidado racional, del desapego bien entendido, pero a veces me resulta difícil practicar ese ideal estoico cuando el cuerpo pide cercanía, cuando el alma pide vínculo, y no sólo coherencia lógica. A veces basta un gesto para saber que unx no encaja, y eso también duele.
Volví a leer un libro que me confronta: Del gesto a la palabra, y me hace pensar cómo los cuerpos dicen lo que la lengua calla, cómo mi propia gestualidad se ha ido adaptando a un entorno donde la hostilidad se esconde tras la cortesía, donde el gesto frío se impone como método de defensa.
No escribo esto para que me rescaten, lo escribo para recordar(me) que, aunque ahora me sienta solo, hay una parte de mí que sigue buscando un lugar donde pueda hablar sin alzar la voz, donde no tenga que tensar los músculos para parecer fuerte, donde el afecto no sea una transacción.
Y aunque no sea ahora, ni aquí, me aferro a la idea de que ese lugar existe. Para el Frank del futuro, espero hayas encontrado ese lugar, ojalá se parezca a Cartago y encuentres a personas tan increíbles como Fer o Dolly.
Comentarios
Publicar un comentario