2024
Hagamos de esta una de mis entradas más personales.
2024 fue un año de cambios rápidos y de respuestas definitivas. Fue un año que se cocinó súper rápido, un año que me enseñó que el tiempo se despliega como un río silencioso que arrastra certezas, ideas y temores hacia orillas suaves y pedregosas.
Inicié el año pensando que tenía un mapa trazado. Creí que sabía dónde estaba y hacia dónde quería dirigirme: enseñar, vivir de mis pasiones, viajar y, en el proceso, encontrar algo significativo. Pero los mapas son un acto de fe y los caminos reales suelen desviarse por senderos que unx no planea recorrer. Lo que encontré, en cambio, fue un laberinto. No el laberinto que se construye para perderse, sino aquel que me obligó a doblar cada esquina con la promesa de que el centro estaba más cerca de lo que imaginaba. Vaya cosa.
¿Saben?, más allá de enseñar religión siento que abrí espacio para que las estudiantes contaran sus propios relatos. Me sorprendió ver cómo las preguntas más difíciles surgían en los momentos más imprevistos. ¿Qué es la comunidad? ¿Qué significa pertenecer? ¿Cómo reconciliarnos con quienes nos han herido? Estas preguntas me persiguieron fuera de las clases y se colaron en mi vida cotidiana. Las respuestas eran esquivas, como todo lo importante.
Hubo también una confrontación con la violencia emocional, esa fuerza silenciosa que corroe los vínculos desde adentro. A veces reconocí patrones que no me gustaron. En otras ocasiones, vi cómo algunas relaciones nacían en terrenos áridos y se sostenían a punta de pura voluntad. Me enfrenté al reto de distinguir entre amor y dependencia, entre el deseo de cuidar y la necesidad de control. Aprendí que querer a alguien no siempre significa quedarse.
Como buen Cáncer, busqué refugio en los afectos y en los recuerdos. Pero descubrí que el hogar no es un lugar fijo, sino un estado que llevamos dentro. Me vi obligado a desarmar la idea de que pertenecer implica raíces profundas. A veces el hogar es la conexión fugaz con alguien en un aeropuerto, la charla sincera con un estudiante, o un mensaje que llega en el momento justo para recordarme que no estoy solo.
El 2024 también me trajo el arte como lenguaje necesario. Escribir, enseñar, hablar: todo fue parte de un mismo proceso creativo. Cada palabra cargaba una intención. Cada conversación fue una obra inconclusa. Me di cuenta de que, más allá de los títulos y los roles, hay una pulsión artística que me atraviesa. Querer contar historias, dejar constancia de lo vivido, transformar la experiencia en símbolo.
Pero, quizá lo más importante, 2024 me enseñó a dejar de temerle al caos. La vida no es un proyecto lineal. No es un plan que se sigue al pie de la letra, sino que es una improvisación constante, un espacio donde la manifestación en reversa me recordó que todo lo que rechazo con fuerza está esperando ser reconocido.
Al final del año me descubrí distinto, pero también más honesto. El fuego rápido me había transformado. Y comprendí que esa búsqueda incansable por respuestas no es más que un intento por abrazar la incertidumbre y, de vez en cuando, dejarse quemar por el calor de la vida misma, y dejar de ser tan filósofo y ser más Frank.
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