En el azul de mi cuarto
A veces no es tristeza. A veces es sólo un fondo apagado, un eco de nada que resuena en el cuerpo sin palabras. Un estado neutral que, sin llegar a doler, tampoco deja espacio para el entusiasmo. No es el abismo, pero tampoco la luz, es simplemente estar, respirar, seguir. Y es en ser monotemático que llega el silencio, donde el cuerpo empieza a hablar en un idioma propio: la neuroquímica.
Aunque el cerebro sea un centro de pensamientos, también es un laboratorio de sustancias. Cada acción, cada emoción, cada mirada de la gente extraña en la calle está acompañada de reacciones microscópicas que me determinan sin que lo sepa. Así, la serotonina regula el bienestar, la dopamina impulsa la motivación y el placer, la noradrenalina afila el alerta, mientras que el cortisol recuerda que el estrés no es un enemigo, sino una señal de supervivencia primitiva. Me guste o no, estoy sujeto a una coreografía neuroquímica que manda desde la sombra.
Últimamente siento que voy al gimnasio porque le doy importancia a los químicos que fluctúan en mi cuerpo. No creo en la disciplina del cuerpo como salvación, sin embargo, mi cuerpo responde al movimiento de manera tan predecible como misteriosa. Luego, la actividad física libera endorfinas, reduce el cortisol y genera un equilibrio que, aunque efímero, es tangible. Me interesa la manera en que los químicos me controlan, en cómo puedo modularlos sin darme cuenta, en cómo afectan no sólo la tristeza, sino el deseo, la vergüenza, la nostalgia y así. Me sonrojo, tiemblo, siento el estómago contraerse ante ciertas situaciones. Y a veces, la manera en que reacciono parece absurda, como si traicionara una voluntad más profunda. Pero, ¿es realmente así?
Si algo se repite en mi mente es la pregunta: ¿por qué reacciono aunque no quiera? No me refiero netamente a la ansiedad o el miedo, sino a la manera en que un roce fortuito electriza la piel, en que un aroma perdido me devuelve a una memoria enterrada, en que el corazón se acelera sin permiso. Hay algo natural en estos mecanismos, algo que escapa a la idea de lo correcto o lo que se espera. Se llama humano, pero a veces se siente como antinatura, como si se fuera prisionero de un diseño ajeno.
Quizás la naturaleza humana sea precisamente eso: una contradicción entre lo que se cree ser y lo que en realidad se es. No hay error en la reacción, porque no hay error en la naturaleza. Realmente hay química, movimiento y consecuencia. En ese vaivén de impulsos, el verdadero misterio no está en el cerebro, sino en la pregunta que queda flotando cuando la dopamina se asienta, cuando la serotonina cumple su trabajo y el cuerpo vuelve a la calma: ¿quién sería si no tuviera que responder?
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